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Prólogo
por
Félix Córdova Iturregui

La brevedad de un título puede estar en relación inversa a las interrogaciones o sugerencias que activa en la lectora o el lector. Desde que aparece en la portada o puerta del libro comienza a desplegar su fuerza semántica. En este caso no nos enfrentamos a un sustantivo, sino a un verbo: Llueve. No es la lluvia lo que nos convoca; es la acción de llover. Pero lo hace en tiempo presente como si nos sugiriera la presencia misma del tiempo, su acumulación en el flujo de la recordación o el mar de la memoria.

 

El agua sugiere afinidades sorprendentes. Puede levantar metáforas de vieja prosapia: el universo como cuerpo o el cuerpo como universo. ¿No decía Epicuro que el mundo es un cuerpo complejo que abraza el cielo, los astros y la tierra y todo cuanto aparece? La lluvia va y viene del cielo a la tierra. Cae continuamente porque continuamente regresa. El cuerpo humano también tiene su lluvia, su caer, un agua que igualmente carga sus imágenes: la lágrima. Lluvia y lágrima son hilos de agua que permiten elaborar vínculos muy delicados. No es posible el flujo de la lluvia sin las gotas, ese «azul perlado» que se derrumba por el aire. En la lluvia se conjuga lo discreto, la gota en su plural, con lo continuo, el cuerpo de agua en su caída del cielo a la tierra. No se puede olvidar, sin embargo, lo que sugiere el título. No es la lluvia lo que entrega el perfil de la imagen. Es su caer, el movimiento, lo que se ve y no se ve.

¿No hay un parentesco entre ese caer del agua y el caer del tiempo filtrado por el cielo de la memoria? 

Diminuta e indivisible sustancia de la lluvia
con qué arrojo te deslizas,
azul perlado,
en la pupila dócil de los recuerdos.

El caer de la lluvia, la presencia de su viaje vertical de cielo a tierra como hilatura blanda que aspira atar el espacio, sugiere otro viaje originado en el sentimiento del misterio de los vínculos. Un viaje con la urgencia de un vehículo capaz de indagar en la oscuridad de orígenes lejanos y moverse hacia la luz necesaria de los límites del entendimiento. Ese vehículo oscuro y luminoso es la metáfora.

Viene desde la oscuridad,
comida de luces…
la metáfora.

Giambattista Vico afirmó que la metáfora era el tropo más luminoso. Pero su urgencia se origina en el misterio. Por ello su luz emana del viaje que la constituye: el movimiento desde su oscuro origen hacia la luminosidad urgente. Viene de allí “comida de luces”. En la medida en que los vínculos que establece su poder analógico arroja luz sobre lo oscuro, ella es comida por la luz o brinda comida luminosa al que logra habitar en ella. La metáfora activa todo el poemario.


La escritura, más que escritura se entrega como acción que no agota su presencia —escribo—, de la misma forma que la lluvia se entrega en su acción como presencia: llueve. El texto pronuncia el eje metafórico principal: escribo como llueve. Se ha elaborado una semejanza de naturalidad en la escritura al ser emparentada con la lluvia. Pero hay un punto ciego en la semejanza, una inevitable oscuridad. El dínamo de la escritura es la experiencia personal. La lluvia de la escritura, por seguir el rumbo de la metáfora, tiene como sus gotas «los diminutos instantes del amor».

 

Esos instantes diminutos que forman el cuerpo de agua en su caer, ponen al descubierto la más profunda afectividad personal. Cuando se oye el verbo “llueve”, la acción en su presencia no revela un sujeto. A menos que formulemos el enunciado como si el universo llueve o el cielo llueve. La metáfora siempre recurre en nuestro auxilio. Pero al decir “escribo” la presencia del acto nos remite a un sujeto. La analogía de la escritura con la lluvia nos remite, pues, a un vínculo entre lo personal y lo impersonal. El amor, a su vez, es la fuerza de impulsión del acto de escribir. El amor se transforma en su viaje, en su caer del cielo figurado a la tierra. En él reside la fuerza principal de la metáfora. Su viaje exuda otras metáforas.

 

Tal vez la metáfora principal del amor es hacerse un cuerpo semejante a sí mismo. Lo logra construyendo la noción de la escritura como cuerpo. Si escribo como llueve, nos dicen los poemas, porque la escritura me permite  habitar  un  cuerpo  con  su  dinámica  similar  al universo, con su espacio de flujo para la caída de la lluvia desde el cielo hacia la tierra. Estos dos cuerpos se entrelazan en la metáfora compleja y extendida del poemario.

Esta es mi casa nublada,
en donde no se pueden,
en donde no se deben censurar las palabras;
aquí tímidamente la belleza cobra sentido
del otro lado de la mirada.

El amor, como se sabe, tiene su cielo, como el agua, y también su caer al fondo de la tierra, como el agua. El amor tiene su subsuelo, su infierno subterráneo, su cueva de dolor. Lluvia y lágrima quedan de esta forma vinculadas. Por eso, la escritura puede afirmarse en el dolor: «y un aguacero/ encumbra los cristales rotos de mi mar». El amor conoce lo alto, su cielo, como la fuerza de la ilusión. La transformación de esa fuerza en el signo de su pérdida es lo que permite establecer el vínculo con la lluvia. Lágrima y lluvia fluyen como si respondieran a un parentesco inevitable. Y ese parentesco florece en el acto de escribir vinculado al misterio.

Debo volver al enigma
para poblar el pecho de imágenes,
para robarle palabras a la inocencia,
para atravesar los abismos de la lluvia
y rescatar la locura de algún poema.


El dolor, con su metáfora “lluvia-lágrima”, no tiene que significar la pérdida del amor. Podría ser su rescate, la fertilización de su posibilidad. Así como la lluvia fertiliza la tierra con su caer, el dolor se transforma en escritura y florece otra manifestación amplia del amor. La escritura exige una desnudez para entrar en una nueva vestimenta.

 

Mar de mi mar, aquí estoy,
vestida de ti, desnuda de mí,
debajo de tu cielo.

Si el amor no puede desasirse de la metáfora del viaje, si es un camino, no es posible recorrerlo con intensidad sin dejar huellas visibles. En su extensión metafórica, mediante el vínculo con el universo —cielo-lluvia-tierra—, construye su propio mundo de palabras, otro cuerpo donde el dolor le puede dar perdurabilidad al amor, su propio universo.


Y el amanecer, te lo aseguro,
ya no depende del sol,
sino de diminutas raíces
que renacen
a orillas del corazón
y que marcan el camino 
de regreso a la ilusión.

En el camino del amor puede atardecer, nos dicen estos poemas, pero cuando el amor construye su cuerpo escriturario, su universo de palabras no censuradas, vive en un espacio de libertad que narra una experiencia colmada. El ser viaja allí en contradictoria plenitud.

 

Suspendida, vestida de aire,
con un diluvio en la boca,
llena de ausencias, silente,
desbordada, amorosa.

Lágrima y lluvia forman un tejido indisoluble en este poemario. Y como la poesía encuentra una fuerza nutricia en el dolor, transformándolo, fertilizando el nuevo cuerpo poético, se establece un vínculo creativo entre el agua y la poesía. La metáfora, nos dijo Vico, es una pequeña fábula. El amor, con sus contrapuntos, le da fuerza de extensión a esa fábula, que viaja hacia nosotras y nosotros, “comida de luces”, para invitarnos a una aventura propia de la poesía: transformarnos. No debe haber miedo en el abordaje de este viaje por las palabras: 

Solo advierto que, si atraviesas este mar,
verás cómo mis ojos acunan peces detrás de las estrellas. 

 

Todos los derechos reservados ©

Portada y contraportada de LLUEVE

Sobre el autor del prólogo

Escritor, poeta y profesor universitario puertorriqueño. Es autor de los poemarios Para llenar de días el día (1985), Militancia contra la soledad (1987), y Canto a la desobediencia (1998). También, ha escrito dos libros de cuentos: El rabo de lagartija de aquel famoso señor rector y otros cuentos de orilla (1986) y Sobre esta difícil tierra (1993). En el 2005 publicó El sabor del tiempo y en el 2009, Los hilos de la sombra, ambas novelas. Otros libros del autor en línea.

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